jueves, 20 de marzo de 2014

Gilles de Rais, Barba Azul.



Gilles de Montmorency-Laval, baron de Rais. Es uno de los asesinos más terroríficos de la historia, y también uno de los que menos se habla a pesar de la índole de los crímenes que se le acusó. También conocido cono Barba Azul, o simplificado como Gilles de Rais, Nació a escasos inicios de 1400, jugándose como probable fecha septiembre de 1405, en Francia. 

      Participó en la guerra de los 100 años al lado de Juana de Arco, lo que le ayudó a amasar su gran fortuna. Juana de Arco fue su más grande amor, la idolatraba sin tregua, y tras su ejecución el 30 de mayo de 1431 quedó desconsolado e indignado y se aisló  en su castillo.

      Tras meses de reclusión enloqueció por el fantasma de la muerte de Juana. Fue entonces que empezó a llevar niños a su castillo. Los hacía creer que trabajarían para él, y luego los asesinaba de formas brutales y sádicas, teniendo sexo con ellos aún semanas después de haberles asesinado.
      
      Se presume que la guerra, y haber visto morir a su padre cuando era niño, con las entrañas fuera del vientre, alimentaron su instinto psicópata y todas las atrocidades que cometió.
Junto a sus criados Iba a los pueblos más lejanos a buscar a sus víctimas, siempre entre los 7 y los 14 años de edad. Incluso hablaba con los padres, prometiéndoles una mejor vida para que les dejaran ir sin preocupación. Tiempo después, cuando los padres preguntaban incansablemente por sus hijos, de Rais tuvo que recurrir a los secuestros.

      Según las confesiones, en el castillo había un salón donde de Rais hacía colgar a los niños de ganchos por sus servidores, y les pedía que maltrataran a los niños y los violaran en su ausencia. Luego de esto él irrumpía en el salón y se fingía conmovido, acercándose a algún niño que hubiese elegido y se lo llevaba para consolarlo. Luego que el pobre estaba calmo, de Rais Sacaba su daga de la cintura y riendo como loco le tajaba el cuello o el vientre, mientras manipulaba sus entrañas o le introducía el pene por la herida.


      Cuando encontraba excepcionalmente hermoso a un niño, cortaba su cabeza y le lloraba después de matarlo, dormía y tenía sexo con las cabezas, y con sus servidores hacía concursos para encontrar las más bellas.

      Pero llegó el momento en que las exageradas desapariciones de niños superaron 1000, y la investigación llevó inevitablemente con Gilles de Rais, quien confesó y se le halló culpable.



Fragmento del testimonio:

Yo, Gilles de Rais, confieso que todo de lo que se me acusa es verdad. Es cierto que he cometido las más repugnantes ofensas contra muchos seres inocentes. Aún más vergonzosamente he de confesar que no recuerdo el número exacto.

      Confieso que maté a esos niños y niñas de distintas maneras y haciendo uso de diferentes métodos de tortura: a algunos les separé la cabeza del cuerpo, utilizando dagas y cuchillos; con otros usé palos y otros instrumentos de azote, dándoles en la cabeza golpes violentos; a otros los até con cuerdas y sogas y los colgué de puertas y vigas hasta que se ahogaron. Confieso que experimenté placer en herirlos y matarlos así. Gozaba en destruir la inocencia y en profanar la virginidad. Sentía un gran deleite al estrangular a niños de corta edad incluso cuando esos niños descubrían los primeros placeres y dolores de su carne inocente.

      Contemplaba a aquellos que poseían hermosa cabeza y proporcionados miembros para después abrir sus cuerpos y deleitarme a la vista de sus órganos internos y muy a menudo, cuando los muchachos estaban ya muriendo, me sentaba sobre sus estómagos, y me complacía ver su agonía...
Fue tal el horror que causó en el juicio con sus confesiones, que hicieron cubrir el crucifijo que presidía, por la vergüenza causaban sus palabras.


(Castillo de Gilles de Rais en la actualidad).
Finalmente fue condenado a la horca y se le ejecutó el 26 de octubre de 1440, junto a dos de sus macabros colaboradores. 9 años después de que su más grande amor fuese quemada en la hoguera y con ella la cordura y compasión por la misma vida, que parecieron volver fugazmente cuando su muerte se acercaba, cuando de nada servía arrepentirse las incontables vidas que había cegado, y que nunca pudieron ver la luz del futuro más allá de aquel castillo maldito.