Pedro se había puesto de puntillas, y aún así solo alcanzaba
a ver los hombros de Juanito y Arturo, quienes miraban hacia adentro sin
problema alguno. Los tres niños trataban
de discernir algo a través de una
ventana, en el interior de la sala de estar de la vieja casa de la señora
Roberta Reyes.
Hacía
más de 10 años que la casa se encontraba deshabitada, desde que la señora había
muerto. Sus hijos no habían hecho más que llevarse las joyas de su difunta
madre, y nadie se interesó en hacer algo con la vieja casona, ya que cada quien
tenía sus propios hogares, tan lejos del de su madre como les había sido
posible, y no les hacía falta nada que ofreciera esa vieja casa, ni siquiera lo
que pudiera valer si la vendían.
La señora
Roberta vivía sola desde hacía más de 30 años antes de su muerte, que se
produjo un día cualquiera, sin importarle absolutamente a nadie. El único
acompañante que había tenido desde que sus hijos la habían abandonado a merced
de la vida y de la nada despreciable pensión de su fallecido esposo, había sido
un horrible gato negro de pelaje crispado.
Sin
embargo el gato había terminado por abandonarla también, muerto envenenado a
sus 13 años gatunos, tan viejo en relación como ella llegaría a ser. Aunque esa
vez no se dejaría tan fácilmente la vieja Roberta, pues inmediatamente después
de su muerte, mandó el cadáver de su odioso gato al mejor taxidermista para que
lo disecara.
Había
puesto el cuerpo disecado del gato en el medio de una pequeña mesa de café en
la sala de estar, que podía verse desde la ventana que daba a la calle. El
siniestro gato fungía como un macabro acompañante perpetuo de la vieja Roberta
Reyes, y como incansable guardián de la casa.
Roberta
Reyes había muerto de un infarto fulminante durante la noche, que la despertó y
la hizo retorcerse en su asquerosa senectud, hasta que el dolor la hizo
desmayar, y morir eventualmente por las inevitables consecuencias.
Los
hijos de Roberta habían tenido sus motivos para alejarse de su madre y dejarla
en el olvido. Los vecinos de igual manera la rechazaban y la evitaban, pues a
pesar de ser una anciana de casi 90 años al momento de su muerte, no aceptaba
la ayuda de nadie e insultaba a todo aquel que se atreviera a cruzar Mirada con
ella. Ni decirse de los niños, que le temían como al mismísimo demonio, y que
preferían dar por perdido todo juguete que por algún motivo cayera en su
pórtico o dentro de su propiedad.
Pasó
casi un mes para que alguien se percatara por el putrefacto olor proveniente de
su casa, que la vieja había muerto. Desde entonces su casa quedó detenida en el
tiempo, haciendo que el aspecto tétrico y lúgubre que de por sí ya tenía se
amplificara por diez.
Era
tanto el miedo que tenían de la casa, que nadie más entro en ella, a pesar que
sus hijos habían olvidado cerrar la puerta del frente, y prácticamente
cualquiera podía entrar. En parte por el temor del fantasma de la maldita viuda
de Reyes, pero más aún por el horrible gato que había en el medio de la sala de
estar, que estaba justo después de la recepción y era obligatorio atravesar si
se quería ir más adentro.
Se
decía que el gato disecado cobraba vida por las noches y emitía estridentes y
horribles maullidos por su amada dueña desaparecida. Cuidando la casa de todo
aquel que osara adentrarse.
Pero
todo eran habladurías, y el pequeño Pedro solo quería ver a aquel gato a través
de la ventana. Cosa que no logró aquel día por no ser lo suficientemente alto.
Tan solo tenía seis años.
Al
llegar a su casa Pedro se aproximó a su padre e inquirió consternado:
--Papá ¿Qué pasa cuando morimos?
El
padre estaba al teléfono, y escuchó a medias lo que su hijo le preguntó por
segunda vez al no recibir una respuesta.
-- ¡Si fuiste bueno te vas al
cielo, si fuiste malo te vas al infierno! –respondió algo dudoso y molesto--.
Pedro
creyó que era algo sensato lo que decía su padre, aunque de repente otra duda
lo invadió y preguntó nuevamente:
--¿Y
los gatos, papá? ¿a dónde van los gatos?
El
padre, ya molesto, respondió sin pensar:
--¡Al
infierno, Pedrito! ¡Los gatos son malos! Ya déjame en paz, hijo, por favor.
Pedro no podía dejar de pensar en
la muerte, y en si él iría al cielo o al infierno. Tampoco podía dejar de
pensar en el gato de la vieja casona abandonada.
Esa noche, después de cenar,
Pedro había quedado con sus amigos para ir de nuevo a la casa de la Vieja viuda
de Reyes, para ver si era cierto que aquel gato cobraba vida por la noche.
Cuando sus padres se durmieron,
Pedro salió de su casa y se encontró con Juanito y Arturo en la esquina de la
vieja casa abandonada. Ya juntos se acercaron con una linterna llevada por Arturo,
que era el mayor con 12. Arturo le había prometido a Pedro que esta vez lo
alzaría para que pudiese ver bien.
Se acercaron, sumidos en una
tenebrosa atmósfera. Y de repente el tiempo parecía detenerse, incluso
retroceder 40 años atrás, cuando la vieja Roberta Reyes se sentaba a la sala
con su horrible gato negro igualmente viejo en su regazo. Arturo, que había
prometido alzar a Pedro, optó por acercar una caja que había encontrado para
que subiera sobre ella. No era posible distinguir nada a pesar de la linterna,
hasta que de repente los ojos de vidrio del gato reflejaron la luz e hicieron
sobresaltarse a los chicos, que a pesar de eso seguían absortos en la escena.
Pareciera que el gato se hubiera revelado
ante ellos, con su perpetua expresión convulsa de odio. Tenía el pelaje ya
raído por el tiempo, y mostraba los colmillos amenazadoramente. El reflejo de
la luz hacía que pareciera girar los ojos hacia los niños, retándolos a pasar
para buscar su perdición.
De pronto sintieron algo detrás
de ellos, y Solo Arturo y Juan corrieron. Pedro no pudo correr, y sintió como
una mano cubría su boca y lo alzaban, llevándolo hacia el interior de la casa,
mientras en la oscuridad tres voces jóvenes reían inescrupulosamente.
Unas horas antes del amanecer,
habían llegado los policías a la vieja casona De la viuda de Reyes, y solo
encontraron al pobre Pedro yaciendo de Bruces sobre el suelo en un charco de
sangre, con la espalda completamente arañada, recordándole a uno de los
policías los rasguños que hacen los gatos. Toda su ropa estaba rasgada, y le
habían sacado el pantalón.
Su rostro, a pesar de su brutal
muerte, no transmitía dolor, sino que lo que veían en él las personas que se
habían reunido, Era miedo y angustia. La angustia e inseguridad al no saber si
se había portado bien y había sido bueno, o si la corrupción con que
trastocaron sus últimos minutos de vida lo había transmutado en la imagen misma
de la maldad, que seguro lo llevaría directo al infierno.
La casa de la vieja Roberta Reyes
se cerró a Cal y canto desde ese día, y en su interior resonaron eternamente
los lamentos de un pobre chico llamado Pedro, acompañados de la tos lacónica de
una vieja solitaria, y el maullido infernal de un gato que nunca dejó su lugar
sobre la mesita en el preámbulo de la perdición.
Escrito por: Armando Martínez