viernes, 11 de abril de 2014

El gato de la viuda.



Pedro se había puesto de puntillas, y aún así solo alcanzaba a ver los hombros de Juanito y Arturo, quienes miraban hacia adentro sin problema alguno.  Los tres niños trataban de discernir algo  a través de una ventana, en el interior de la sala de estar de la vieja casa de la señora Roberta Reyes.


               Hacía más de 10 años que la casa se encontraba deshabitada, desde que la señora había muerto. Sus hijos no habían hecho más que llevarse las joyas de su difunta madre, y nadie se interesó en hacer algo con la vieja casona, ya que cada quien tenía sus propios hogares, tan lejos del de su madre como les había sido posible, y no les hacía falta nada que ofreciera esa vieja casa, ni siquiera lo que pudiera valer si la vendían.


                 La señora Roberta vivía sola desde hacía más de 30 años antes de su muerte, que se produjo un día cualquiera, sin importarle absolutamente a nadie. El único acompañante que había tenido desde que sus hijos la habían abandonado a merced de la vida y de la nada despreciable pensión de su fallecido esposo, había sido un horrible gato negro de pelaje crispado.

                Sin embargo el gato había terminado por abandonarla también, muerto envenenado a sus 13 años gatunos, tan viejo en relación como ella llegaría a ser. Aunque esa vez no se dejaría tan fácilmente la vieja Roberta, pues inmediatamente después de su muerte, mandó el cadáver de su odioso gato al mejor taxidermista para que lo disecara.



                Había puesto el cuerpo disecado del gato en el medio de una pequeña mesa de café en la sala de estar, que podía verse desde la ventana que daba a la calle. El siniestro gato fungía como un macabro acompañante perpetuo de la vieja Roberta Reyes, y como incansable guardián de la casa. 

                Roberta Reyes había muerto de un infarto fulminante durante la noche, que la despertó y la hizo retorcerse en su asquerosa senectud, hasta que el dolor la hizo desmayar, y morir eventualmente por las inevitables consecuencias.

                Los hijos de Roberta habían tenido sus motivos para alejarse de su madre y dejarla en el olvido. Los vecinos de igual manera la rechazaban y la evitaban, pues a pesar de ser una anciana de casi 90 años al momento de su muerte, no aceptaba la ayuda de nadie e insultaba a todo aquel que se atreviera a cruzar Mirada con ella. Ni decirse de los niños, que le temían como al mismísimo demonio, y que preferían dar por perdido todo juguete que por algún motivo cayera en su pórtico o dentro de su propiedad.



                Pasó casi un mes para que alguien se percatara por el putrefacto olor proveniente de su casa, que la vieja había muerto. Desde entonces su casa quedó detenida en el tiempo, haciendo que el aspecto tétrico y lúgubre que de por sí ya tenía se amplificara por diez.

                Era tanto el miedo que tenían de la casa, que nadie más entro en ella, a pesar que sus hijos habían olvidado cerrar la puerta del frente, y prácticamente cualquiera podía entrar. En parte por el temor del fantasma de la maldita viuda de Reyes, pero más aún por el horrible gato que había en el medio de la sala de estar, que estaba justo después de la recepción y era obligatorio atravesar si se quería ir más adentro.

                Se decía que el gato disecado cobraba vida por las noches y emitía estridentes y horribles maullidos por su amada dueña desaparecida. Cuidando la casa de todo aquel que osara adentrarse.

                Pero todo eran habladurías, y el pequeño Pedro solo quería ver a aquel gato a través de la ventana. Cosa que no logró aquel día por no ser lo suficientemente alto. Tan solo tenía seis años.

                Al llegar a su casa Pedro se aproximó a su padre e inquirió consternado:
                --Papá ¿Qué pasa cuando morimos?
                El padre estaba al teléfono, y escuchó a medias lo que su hijo le preguntó por segunda vez al no recibir una respuesta.

    -- ¡Si fuiste bueno te vas al cielo, si fuiste malo te vas al infierno! –respondió algo dudoso y molesto--.

                Pedro creyó que era algo sensato lo que decía su padre, aunque de repente otra duda lo invadió y preguntó nuevamente:

                --¿Y los gatos, papá? ¿a dónde van los gatos?

                El padre, ya molesto, respondió sin pensar:

                --¡Al infierno, Pedrito! ¡Los gatos son malos! Ya déjame en paz, hijo, por favor.

Pedro no podía dejar de pensar en la muerte, y en si él iría al cielo o al infierno. Tampoco podía dejar de pensar en el gato de la vieja casona abandonada.



Esa noche, después de cenar, Pedro había quedado con sus amigos para ir de nuevo a la casa de la Vieja viuda de Reyes, para ver si era cierto que aquel gato cobraba vida por la noche.

Cuando sus padres se durmieron, Pedro salió de su casa y se encontró con Juanito y Arturo en la esquina de la vieja casa abandonada. Ya juntos se acercaron con una linterna llevada por Arturo, que era el mayor con 12. Arturo le había prometido a Pedro que esta vez lo alzaría para que pudiese ver bien.

Se acercaron, sumidos en una tenebrosa atmósfera. Y de repente el tiempo parecía detenerse, incluso retroceder 40 años atrás, cuando la vieja Roberta Reyes se sentaba a la sala con su horrible gato negro igualmente viejo en su regazo. Arturo, que había prometido alzar a Pedro, optó por acercar una caja que había encontrado para que subiera sobre ella. No era posible distinguir nada a pesar de la linterna, hasta que de repente los ojos de vidrio del gato reflejaron la luz e hicieron sobresaltarse a los chicos, que a pesar de eso seguían absortos en la escena.

Pareciera que el gato se hubiera revelado ante ellos, con su perpetua expresión convulsa de odio. Tenía el pelaje ya raído por el tiempo, y mostraba los colmillos amenazadoramente. El reflejo de la luz hacía que pareciera girar los ojos hacia los niños, retándolos a pasar para buscar su perdición.



De pronto sintieron algo detrás de ellos, y Solo Arturo y Juan corrieron. Pedro no pudo correr, y sintió como una mano cubría su boca y lo alzaban, llevándolo hacia el interior de la casa, mientras en la oscuridad tres voces jóvenes reían inescrupulosamente.

Unas horas antes del amanecer, habían llegado los policías a la vieja casona De la viuda de Reyes, y solo encontraron al pobre Pedro yaciendo de Bruces sobre el suelo en un charco de sangre, con la espalda completamente arañada, recordándole a uno de los policías los rasguños que hacen los gatos. Toda su ropa estaba rasgada, y le habían sacado el pantalón.

Su rostro, a pesar de su brutal muerte, no transmitía dolor, sino que lo que veían en él las personas que se habían reunido, Era miedo y angustia. La angustia e inseguridad al no saber si se había portado bien y había sido bueno, o si la corrupción con que trastocaron sus últimos minutos de vida lo había transmutado en la imagen misma de la maldad, que seguro lo llevaría directo al infierno.

La casa de la vieja Roberta Reyes se cerró a Cal y canto desde ese día, y en su interior resonaron eternamente los lamentos de un pobre chico llamado Pedro, acompañados de la tos lacónica de una vieja solitaria, y el maullido infernal de un gato que nunca dejó su lugar sobre la mesita en el preámbulo de la perdición.



Escrito por: Armando Martínez